jueves, 16 de marzo de 2023

¿Es usted feminista?

Publicado en Voz Populi el 16 de marzo de 2023

Siempre, con motivo del 8-M, me cuestiono qué respondería si una periodista de la televisión me enfocara con la cámara y el micrófono y me hiciera esa pregunta por la calle. Tarde me doy cuenta de que el título y la temática ya se le ocurrió a mi admirado amigo Juan Claudio de Ramón, y que recibió el premio Gistau por ello, pero trataré de aportar algo.

La respuesta más sencilla a esa pregunta y probablemente la más inteligente sería asentir haciendo votos a favor de la igualdad y en contra de la discriminación y la estructura machista de la sociedad. Con eso me evitaría problemas porque conectaría con la opinión no sé si mayoritaria pero sí la dominante en buena parte de la elite mediática y política, incluso conservadora. Pero quizá me vería mal a mí mismo escabulléndome por la vía fácil, porque hay acepciones de las que discrepo. Tampoco diría que no soy “ni machista ni feminista”, porque no son dos polos en la misma escala. Ni contestaría simplemente “no”, porque entonces, como el género contiene todas sus especies, estaría rechazando acepciones del término que cualquier persona de bien e incluso bien del siglo XXI no puede sino aceptar.

Por ello creo que contestaría con una pregunta: “¿Qué entiende usted por feminismo?”, a pesar del riesgo de que la falta de adhesión inquebrantable fuera considerada machista. Si con la palabra feminismo nos referimos a la aspiración de que haya una igualdad formal ante las leyes entre hombres y mujeres, obviamente estoy de acuerdo; si nos referimos a la aspiración de lograr una igualdad de oportunidades, también, pues son precisas políticas concretas que remuevan los obstáculos económicos, sociales o incluso biológicos que impiden que la igualdad entre hombres y mujeres sea real.

Sin duda, esta es una cuestión compleja y llena de matices, sesgos y principios heredados que uno mismo debe combatir. Ahora bien, si la justa reivindicación se convierte en ideología y de la ideología pasa a ser herramienta política, la cosa cambia. Decía Rafael Sánchez Ferlosio que tiene ideología (algo cerrado y acabado) quien no es capaz de tener ideas (que serían siempre susceptibles de cambio). Pero lo cierto es que las ideologías agrupan fuerzas en la lucha. Por ello, a mediados del siglo XX, la lucha feminista por la igualdad, ante la resistencia de la sociedad frente al cambio, decide reforzarse mediante la formación de estructuras ordenadas de pensamiento que expliquen de una manera fácil y atractiva la distribución de poder e incentiven la lucha; y lo hace mediante el concepto de género, que considera la división sexual una construcción social que impone roles y valores, asumidos socialmente de forma inconsciente, y crea con ello una estructura patriarcal que somete a la mujer.

Lo malo es que los relatos son atractivos pero no siempre ciertos, y además tienden a la exageración y a justificar los medios necesarios para el fin pretendido. Pensemos, por ejemplo, en la regulación de la violencia de género en España que, refrendando ese relato, acepta una tendencia a la violencia en todos los hombres y discrimina al varón condenándolo a mayor pena que a la mujer por el mismo hecho delictivo, en contra de lo que dispone el artículo 14 de la Constitución, por mucho de que haya sido refrendado por el Tribunal Constitucional (lo que dice más de ese tribunal que de esa ley). Algo parecido ocurrió, salvando las distancias, con la lucha obrera, muy justa, pero que acabó que en alguna de sus versiones más radicales en tremendas violaciones de los derechos individuales. De hecho, la conexión de la izquierda con el feminismo radical no es casual: tras la caída del muro de Berlín y ante la pérdida de sentido de la lucha de clases, la izquierda adopta como bandera la política de las identidades, cambiando sus tradicionales divisas de igualdad, razón y universalismo por la defensa de las minorías sin voz; bandera muy respetable y necesaria, pero algo menos cuando esa defensa lleva a la supresión de la igualdad o de la presunción de inocencia, a la cancelación, la sacralización de la autopercepción de esas minorías o la exaltación del sentimiento como criterio para adjudicar los derechos. Por supuesto, la izquierda tiene la iniciativa en muchos avances sociales (por eso se la llama progresista), pero a veces no piensa en las consecuencias y causa más destrozo que el progreso que crea. Por ello decía Cánovas del Castillo que los conservadores son los que nos protegen de aquellos que tienen prisa por hacernos perfectos. Un adecuado diálogo entre el progresismo y el conservadurismo –que desde luego no es lo que tenemos ahora- es lo que hace que las sociedades progresen adecuadamente.

Y lo malo es que cuando el movimiento se institucionaliza y llega al poder genera su propia necesidad de expansión y un modo de vida de muchos de sus representantes que ya no quieren renunciar a él, por lo cual el movimiento se convierte en herramienta política para mantener el poder (y el status). Lo cual es muy significativo, porque nos encontrarnos en el momento de la historia en que esa justa reivindicación de igualdad se ha conseguido en buena parte. El filósofo francés Finkielkraut considera que –por contraste con los malos perdedores- el feminismo es un “mal ganador”: aunque las mujeres pueden disponer de la reproducción a través de la píldora, tener hijos solas con la tecnología o acceder a todos los empleos y cargos políticos, parecería que aun “queda mucho por hacer” y “es preciso luchar” mediante una ideología que, en sus versiones más extremas, denigra al hombre y victimiza a la mujer, convirtiéndola en un ser desamparado, necesitado de inmensos recursos económicos y legales para subsistir en este mundo, sin que siquiera cuenten sus preferencias, consideradas influencia del heteropatriarcado y no albedrío. Es más, en sus olas más recientes, prescinde de la biología y considera que una persona dotada de las características naturales propias del varón pueda, por el solo hecho de su voluntad, convertirse en mujer y así gozar de la condición de víctima, desautorizando con ello al feminismo clásico que, reconociendo a regañadientes las diferencias biológicas, se había construido sobre el concepto de género (Simone de Beauvoir: “no se nace mujer, se llega a serlo”; se nace como “hembra humana”, pero ser mujer supone superar lo biológico sin anularlo). Remedando a Marx, parece como si el feminismo llevara en sí mismo el germen de su propia destrucción.

No obstante, es verdad que queda mucho por hacer, incluso en España. Pero lo que resta no es destruir la estructura social ni la biología, sino hacer ajustes que, con ser importantes, no parece que en España superen a otros problemas sociales, como las diferencias económicas regionales, el problema de las pensiones o el paro. A mí me gustaría que mis hijas lo tuvieran más fácil en el trabajo si tienen hijos, que ganen lo mismo que los varones y que no sufran acoso y me parece que eso exige algunas reformas (guarderías, equiparaciones salariales, mejoras en los permisos al tener un hijo), pero afortunadamente no creo que en España hoy esto sea un problema estructural. No sé si eso será feminismo liberal o directamente machismo, pero creo que tengo derecho a decirlo.


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