miércoles, 13 de agosto de 2014

Observaciones diletantes de estío: policía estadounidense vs. policía española

Publicado en el Blog ¿Hay Derecho? el 13 de agosto de 2014.

Con motivo de ciertos aniversarios he pasado unos días en Nueva York, con mi familia. Y aprovechando estos días de agosto, en los que los controles se relajan un poco, aprovecho para hacer un par de observaciones viajeras que ya adelanto no tienen más valor que el de un diletante que ha estado unos días por ahí, a modo de  lo que Elvira Lindo, en su librito de recuerdos de su estancia en Nueva York, Lugares que no quiero compartir con nadie, dice de los visitantes: “Los visitantes siempre dicen haber presenciado escenas definitivas y definitorias; sacan de inmediato conclusiones generales, tremendas y generales, y desean que yo les apoye en sus convicciones apresuradas”. Pero, bueno, como digo estamos en verano…

Mi observación se centra en la diferencia entre el control policial en España y en Estados Unidos. Ya en el aeropuerto la diferencia de controles policiales fronterizos es abismal. Incluso en la salida hacen controles aleatorios (le tocó a uno de nosotros), tuvimos problemas de papeles por ciertas descoordinaciones, el control de pasaportes fue exhaustivo, con fotografía y huellas digitales e incluso a la vuelta hubo que pasar el escáner corporal que te desnuda. Los guardias que pasaban por ahí eran sencillamente intimidantes, no sólo por la parafernalia que llevan encima y demás distintivos de su poder, sino por sus propios ademanes y posturas (los brazos ligeramente apartados de las caderas, como si estuvieran a punto de desenfundar) y la mirada como la que Tom Wolfe atribuye a Nestor Camacho, el policía protagonista de su última novela Bloody Miami, “la mirada del poli”, que según él viene a decir: “En este territorio mando yo. Mío es el poder supremo, y estoy enteramente dispuesto a liquidarte si no tengo más remedio”.
En la ciudad la policía tiene una presencia constante, con todo tipo de aparataje, vehículos y accesorios. Más de una vez nos encontramos algunos grupos dotados de casco, tremendas protecciones y armas automáticas, sin que aparentemente hubiera razón para ello. El argentino que nos acompañaba en el trayecto de ida y vuelta al aeropuerto nos advertía encarecidamente de que no se nos ocurriera sacar fotos ni enseñar la máquina al atravesar el túnel que conduce a la interestatal 495: si sacas una foto en un sitio donde no tiene sentido sacar fotos, es que estás localizando lugares para atentados, pararán el autobús y mirarán una por una las máquinas de fotos o móviles.
Por supuesto, puede ser que haya varias razones para este despliegue: la mentalidad americana del pionero y del sheriff, que también condiciona su obsesión por las armas; o el todavía no resuelto trauma del 11S.  Pero quisiera citar una tercera que he leído en el New Yorker de esta semana que he comprado en el viaje y que me ha parecido muy interesante. En ese artículo (puede leerse aquí) se trata el caso de Garner, un vendedor ambulante de cigarrillos, objeto de brutalidad policial grabada en video, que plantea la eficacia y los riesgos de lo que se ha llamado la “política de las ventanas rotas”, según la cual es conveniente realizar detenciones en pequeñas infracciones, bajo la tesis de que los delitos más importantes encuentran un nicho en los barrios donde la delincuencia menor se ha permitido que florezca. Puede verse aquí una explicación de esta política que, según algunos, es la que permitió a Giuliani “limpiar” la ciudad de Nueva York y hacerla mucho más segura de lo que era hace algunas décadas. Hay otros, como Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner que, en su conocido libro Freakonomics, ponen en duda esa política atribuyéndola a la disminución demográfica debido al aborto. Pero, en fin, sea o no eficaz la política, como bien dice la autora del artículo, parece cierto que puede tener unas consecuencias colaterales no deseables: imponer una sanción desproporcionada para infracciones menores, propiciar abuso de poder y quizá hacer la vida urbana menos cívica, no más.
La diferencia con las Fuerzas de Seguridad españolas es grande, al menos para un observador diletante (no sé muy bien qué dirá un peruano que llegue a Barajas). Aquí un tricornio es un tricornio, pero uno espera firmeza y seriedad sin intimidación, que yo creo que se considera innecesaria. Y lo mismo ocurre con la policía. Con independencia de las acusaciones de torturas en la lucha contra el terrorismo, no hay muchos casos de brutalidad policial, salvo algunos recientes en fuerzas autonómicas. Y quizá podría haber razones para una mayor presencia policial pues aquí también hemos tenido nuestro atentado terrorista masivo y muchos años de lucha contra ETA. No obstante, no parece que la seguridad ciudadana esté en su peor momento, al menos en lo que se refiere a la delincuencia común.
No, aquí el problema -al menos el problema de quién intimida a quién- es otro, y ya lo hemos tratado muchas veces en ese blog: la impunidad de los que insultan y agreden a los policías y, en general, la lenidad judicial con los que rompen la ley en algaradas y manifestaciones. Recuerden este post al respecto. Es preciso reiterar que la condena de la violencia “venga de donde venga”, es una falacia y un error.  Cuando viene de un delincuente o de un Estado represor, hay que condenarla. Cuando viene de un Estado democrático que lo que hace es imponer la ley, hay que aplaudirla, pues establece el orden y da seguridad para todos.
Claro que esa violencia tiene que ser justa y proporcionada, y es ahí muchas veces donde está el problema, en la justa medida. Ni tan blanda que no sea eficaz para el cumplimiento de la ley, ni tan excesiva que genere abusos. Y para ello se necesita preparación, profesionalidad, autocontrol (de los que creo que gozan nuestras fuerzas de seguridad) y luego transparencia y control externo sin corporativismo. Y sin politización ideológica.

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