martes, 20 de septiembre de 2016

Eligiendo régimen económico matrimonial: ¿por qué no el de participación?

Publicado en el Blog ¿Hay Derecho? el 20 de septiembre de 2016.


Para no hablar siempre de política jurídica, hoy voy a tratar un tema más jurídico-social, con autocrítica, porque hay que ver cuán rutinarios y conservadores somos a veces los juristas. Cuando de régimen económico matrimonial se trata, el margen de maniobra es A o B: gananciales o separación de bienes. Y eso que el ámbito de la autonomía de la voluntad en este campo es amplio, pues conforme al artículo 1315 del Código civil el régimen económico matrimonial aplicable será el fijado en capitulaciones matrimoniales y a falta de pacto, el de gananciales.

El supletorio, y más común, el de gananciales, hace comunes a los esposos los beneficios obtenidos por ambos (el producto de su trabajo, frutos y rentas, todo lo que se adquiera a título oneroso, etc) e impone una fuerte presunción de comunidad sobre los bienes dudosos. Tiene una justificación real: cuando los roles principales de marido y mujer eran los de la familia tradicional, con responsabilidades de trabajo para el hombre y las de la casa para la mujer, resultaba muy adecuado un régimen en el que se forma un patrimonio común porque beneficia al que no tiene una actividad remunerada pero sí actúa en interés de la familia.
Pero cuando la familia, a consecuencia de las grandes transformaciones sociales operadas a finales del pasado siglo, abandona el sistema de roles predeterminados y la mujer se integra plenamente en el sistema productivo, realizando ambos cónyuges (ahora incluso del mismo sexo) parecidos papeles (al menos teóricamente), el sistema de gananciales no tiene ya tanto sentido como antes. Al contrario, hay fuertes incentivos para pactar el régimen de separación de bienes: por un lado, la menor estabilidad del vínculo matrimonial hace que de alguna manera sea preferible tener claramente fijada la titularidad de los bienes en vista de un posible fracaso matrimonial; por otro, la autonomía patrimonial de cada cónyuge es más adecuada a una vida laboral y económica independiente.
Por ello, en la práctica es frecuente pactar este régimen de separación en capitulaciones, en varios escenarios: jóvenes contrayentes que representan la nueva tipología de pareja y buscan autonomía; casados más maduros, quizá de la tipología clásica de pareja, en que uno de los dos va a acometer algún tipo de empresa riesgosa y entiende –un tanto ilusoriamente- que pactando el régimen de separación y adjudicando la vivienda al otro va a salvar ésta, o al menos la mitad del patrimonio del otro. También son frecuentes las capitulaciones entre cónyuges de segundas nupcias con importantes diferencias económicas entre ellos y que quieren proteger su patrimonio, o al menos el más pudiente el suyo.
Ahora bien, ¿el régimen de separación es la solución ideal? Quizá no en todos los casos: está bien tener esa autonomía pero a veces ello puede puede menguar la solidaridad conyugal, porque la autonomía implica autorresponsabilidad y ello incentiva no actuar en interés de la familia ya que puede perjudicar el interés propio a medio plazo. Pongo un ejemplo: recientemente unos cónyuges, ambos médicos, pactaban separación de bienes porque uno de ellos tenía más riesgo de responsabilidad por su especialidad pero, charlando, me comentaron que ella estaba trabajando a media jornada para cuidar a los niños, lo que implica que perderá unos ingresos que no recuperará. Esto puede ser una situación temporal o permanente, porque puede ser que ambos cónyuges se vayan a vivir al extranjero abandonando uno de ellos el trabajo porque el otro va a ganar mucho más. ¿Es justo que en este caso el cónyuge no trabajador no participe de las ganancias obtenidas por su consorte al haber pactado el régimen de separación? Es verdad que el artículo 1438 del Código civil dice “el trabajo para la casa será computado como contribución a las cargas y dará derecho a obtener una compensación que el Juez señalará, a falta de acuerdo, a la extinción del régimen de separación” y que una interpretación muy amplia realizada por el TS ha hecho que el régimen de separación se pueda convertir en un verdadero régimen de gananciales al haber entendido el Alto Tribunal que esa contribución puede llegar a ser millonaria, como nos recordaba aquí Matilde Cuena hace poco y Enric Brancós había denunciado ya para el sistema legal de separación de bienes catalán hace algunos años.
Pero puede que el cónyuge que abandona su trabajo no realice estrictamente las tareas domésticas o puede que se trate del trabajo para la empresa del otro, que no contempla el Código civil español pero sí el catalán. Digamos, pues, que el régimen de separación tiene huecos importantes en este aspecto, que parcialmente están siendo cubiertos, con una interpretación extensiva, por el Tribunal Supremo.
¿Y qué decir de la cuestión de la pretendida limitación de la responsabilidad del régimen de separación? A veces puede ser ilusoria, porque si el piso se compra por ambos cónyuge al cincuenta por ciento y uno tiene una deuda, puede éste ver embargada su cuota y ello puede acabar desembocando en una adjudicación a un rematante (quizá profesional) que finalmente exija la extinción del condominio, con la consecuencia de la pérdida total del inmueble o la obligación de pagar al molesto rematante su parte. Tampoco servirá para nada pactar el régimen de separación si la deuda es anterior a las capitulaciones, porque el cambio de régimen no afecta a ésta (art. 1317 Cc). Aparte de que el recurso de poner el piso, infravalorándolo, a nombre del cónyuge menos susceptible de contraer deudas quizá conjure el peligro de perder la casa por éstas, pero quizá no el hoy menos infrecuente de perderla por una desavenencia conyugal que derive en divorcio. Por otro lado, el régimen de gananciales tiene también sus temperamentos, porque en caso de que la deuda sea privativa el art. 1373 permite que se haga efectiva sólo sobre la mitad que al cónyuge deudor corresponda en la sociedad de gananciales y, por otro lado, cabría la nunca utilizada opción de que el cónyuge del comerciante, conforme al art. 1365 Cc y 6 del Código de comercio se opusiera al ejercicio del comercio para conseguir que la responsabilidad en las deudas de comercio se limitaran a los bienes adquiridos “a resultas” de ese ejercicio.
¿Y por qué no el régimen de participación?
Pues sí, porque algunos de estos problemas se pueden conjurar con él. Este régimen fue introducido en el Código civil en 1981 como potestativo, como lo es el de separación, pero no tiene apenas uso. Yo no he visto ninguno, pero en Alemania es el régimen legal. El art. 1411 lo define su rasgo fundamental: “En el régimen de participación cada uno de los cónyuges adquiere derecho a participar en las ganancias obtenidas por su consorte durante el tiempo en que dicho régimen haya estado vigente“.
Tiene algunas de las ventajas del de gananciales, porque permite que cada cónyuge participe en los beneficios o ganancias que haya obtenido el otro durante su matrimonio, evitando a la vez los inconvenientes de los regímenes comunitarios porque, durante la vigencia del régimen, los patrimonios de los cónyuges permanecen separados, de modo que cada uno de los esposos conserva el dominio, el disfrute y la administración de los bienes que adquiera por cualquier título, esto es, funciona de forma similar al régimen de separación. La comunicación de las ganancias tiene lugar solamente al final, cuando el régimen se extingue, mediante una comparación entre las ganancias obtenidas por uno y otro cónyuge en virtud de las diferencias que arrojen sus respectivos patrimonios inicial y final. Si existe diferencia, el cónyuge menos favorecido tiene un crédito contra el otro igual a la mitad de dicha diferencia. Es una liquidación puramente contable con un crédito final, sin que surja comunidad, aunque cabe decir que es más igualitaria que la de los gananciales porque en éste no se tienen en cuenta las minusvalías y plusvalías de los bienes privativos, pero sí en el de participación (una casa privativa que se hunde o un terreno que se revaloriza mucho).
Se suele decir que, frente a estas ventajas, tiene el inconveniente de que a la hora de liquidar hay que realizar más operaciones aritméticas y valoraciones, que además afectarán a bienes que quizá ya no existen en el patrimonio (los donados, por ejemplo), lo que obliga a una permanente y más detallada contabilidad que quizá lo haga algo frío, una especie de contrato de cuentas en participación, quizá no muy adecuado para una relación afectiva. Pero en realidad también hay que hacer cuentas en el régimen de comunidad cuando hay reintegros y reembolsos, y eso genera interminables discusiones si hay desavenencias conyugales. Quizá sea mejor llevar la cuenta.
También se suele decir que a veces puede producir efectos injustos: si un cónyuge contribuye a aumentar determinada parte del patrimonio del otro, puede que su derecho se reduzca cuando en otras partes del patrimonio del otro se producen pérdidas quizá por culpa de su consorte. Pero también se puede decir que así es la vida.
La conclusión es que hay otras opciones y no siempre podemos echar la culpa al legislador de que no se usen: quizá los juristas (como todo el mundo, eso sí) preferimos el prêt-à-porter que el traje a medida, que da más trabajo. O quizá era un régimen que se adelantó a su tiempo pero que hoy, para cierta tipología de cónyuges, iría como un guante.

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