lunes, 24 de junio de 2019

¿Pactos postelectorales o barreras electorales? La tentación de Fifi

Publicado en el Blog Hay Derecho el 24 de junio de 2019

Mi perra se llama Phoebe. Es una cosa de los millenials de casa, cuyo mundo mítico gira en

torno a la serie Friends. Yo la llamo Fifi, con un elegante toque francés. Nuestra perra es un Beagle. Tienen estos perros un olfato y un instinto tan fuerte que normalmente no se pueden resistir a las tentaciones. El otro día, con la mesa preparada pero sin estar sentados a ella, Fifi se levantó sobre sus patas traseras y se llevó un trozo de rape de mi plato. Eso sí, distinguen el bien del mal y ella misma se castiga ingresando voluntariamente en el cuarto de baño, habilitado a veces como prisión canina.

Los políticos son como los beagles. Posiblemente distinguen el bien del mal, pero lo que es seguro es que tienen un potente instinto, en su caso de poder. Tan fuerte que no se pueden resistir a su atracción, por lo que harán todo lo que sea preciso para obtenerlo. A veces incluso crímenes. Por eso me sorprende cuando la gente se lleva las manos a la cabeza, con alharaca y estrépito, cuando unos políticos pactan con cierta gente o ponen cordones sanitarios. Los políticos harán lo que haya que hacer para conseguir el poder, siempre que el remedio (el pacto o no pacto) no sea peor que la enfermedad (el rechazo en las siguientes elecciones). Ya decía el perspicaz Maquiavelo que la ciudad es algo artificial, es un artefacto, y como tal tiene sus mecanismos racionales que es preciso conocer si queremos conseguir el poder;  más que los grandes principios filosóficos o la ética, que es algo privado. De hecho, el que no tenga esa pulsión política, no use esos mecanismos y no quiera dar golpes bajos, difícilmente va aguantar en la arena pública. Que se lo digan a Ignatieff, ese buen intelectual metido a mal político (“Había dado clases de Maquiavelo, pero no lo había entendido”, dice en Fuego y Cenizas).

Además, los pactos son buenos porque producen soluciones más duraderas y muchas veces más equilibradas. De hecho nuestra democracia es todavía excesivamente formalista y alejada de estos valores de consenso y transacción. Incluso con partidos independentistas, filoetarras o ultraderechistas se puede llegar a determinados acuerdos que no comprometan los principios. Nadie recriminaría a un partido constitucionalista que pactara con otro independentista la concesión de ayudas a una zona catastrófica de Cuenca o una norma de protección de niños abandonados.

Ahora bien, quizá hay ciertos pactos que, siendo legales (“todos los escaños son legales”, dice la inefable Celaa) y hasta legítimos, son poco convenientes. El problema la mayoría de las veces no estará en el pacto en sí mismo, o en sus sujetos, sino en su objeto. Por ejemplo, si la naturaleza de las prestaciones de la transacción no es homogénea. No quiero hablar de interés general contra interés particular, porque me parece que la calificación de qué es uno y otro es más que discutible. Pero si hay algo que ha fallado en nuestro diseño democrático ha sido que ha incentivado que los partidos mayoritarios de uno y otro signo pacten con minorías, casi siempre regionales, que, más o menos explícitamente, mostraban su poco aprecio por el bien de la nación y mucho por el de su territorio de origen, fomentando concesiones a favor de dichos territorios que no constituían las lógicas transacciones entre posiciones ideológicas diferentes que desembocan en situaciones intermedias aceptables por todos, sino en privilegios indebidos de una parte del país que, por si fuera poco, no han conducido a su apaciguamiento y conformidad, sino a la exacerbación de sus reclamaciones hasta el punto de romper con el Estado de Derecho. Y lo que es peor, provocando además un anhelo de emulación por algunas Comunidades Autónomas que, con el tiempo, no puede conducir a nada bueno. Y ello cuando lo concedido no ha sido algo extracommercium o indigno, oculto bajo una capa de opacidad disimulada con alegaciones de la necesaria discreción política.

Como decía Sandel en “Lo que el dinero no puede comprar”, el poner un precio a todo ha drenado el discurso público de toda energía moral y cívica; pero, como decía al principio, no es realista pensar que lo que es recomendable para el ciudadano normal vaya a funcionar para el político. El político tiene para el poder el instinto de Fifi para la comida y, si te descuidas, se comerá tu rape.

Por ello, como se dice en Alemania, vertrauen ist gut, kontrolle ist bessen, o sea, la confianza es buena, pero es mejor el control. Así que, más que rasgarnos las vestiduras por pactos políticos que consideramos non sanctos, deberíamos hacer lo posible para que tales pactos simplemente no pudieran tener lugar. Por ejemplo, estableciendo una barrera electoral del 3 o del 5 por ciento para el Congreso de tal manera que solo pudieran acceder al mismo aquellas formaciones que tuvieran ese mínimo de votos en toda España. Actualmente existe una barrera del 3 por ciento pero sólo para la circunscripción, lo que la hace inoperante salvo en Madrid o Barcelona, que tienen un mayor número de diputados.

Considero que esta reforma tendría mayores efectos prácticos que muchas de las reformas constitucionales propuestas (bastaría modificar la LOREG) pues daría una mayor estabilidad a los gobiernos e impediría pactos poco útiles para los intereses del país. Por supuesto, esta propuesta traerá inmediatamente a la cabeza las dudas sobre su carácter democrático y adecuado a la Constitución. Conviene recordar, no obstante que todo el procedimiento democrático, de hecho la democracia misma, tiene un carácter convencional. Convenimos en que la “voluntad general” es la que resulte del voto de la mitad más uno en el Congreso y Senado; y que estos se forman con un sistema electoral que hace que no representen exactamente la correlación de voluntades individuales de los ciudadanos. Nuestro sistema es proporcional de sesgo mayoritario, y, como todos los sistemas, busca la estabilidad de un bipartidismo imperfecto que nos faltó en la Segunda República, y una adecuada representación del pluralismo político y para ello usa los instrumentos que le parecen oportunos. Y quizá en este momento deberían ser actualizados.

No hay, pues, un obstáculo teórico general. Sí lo puede haber según la forma concreta en que se haga, pues existen unos principios constitucionales que establecen en España un sistema general de proporcionalidad (art. 68 CE) que pudiera verse conculcado. Además, un sistema electoral es una compleja y sutil maquinaria cuya modificación o alteración puede producir significativos cambios de poder y de las conductas individuales y colectivas, pues afectan a la mayor o menor rendición de cuentas (más en el sistema mayoritario) o una mayor capacidad de representar el pluralismo social (más en el sistema proporcional), así como el mayor o menor peso del candidato (listas abiertas) o del partido (listas cerradas).

Quiero decir con ello que esta reforma debería tener en cuenta las consecuencias en el ámbito de la representatividad (quizá convendría potenciar el Senado como verdadera cámara de representación territorial) y establecer temperamentos que evitaran injusticias y otras modificaciones para que no se obstaculice la aparición de nuevas opciones políticas que con un mínimo a nivel nacional podrían quedar ahogadas, potenciando así el bipartidismo. Por ejemplo, es preciso recordar que el sistema de circunscripciones provinciales electorales (recogido, esto sí, en la CE) hizo que el PNV tuviera triple de escaños que IU cuando tiene menos de la tercera parte de votos y ello ha permitido a los nacionalistas ocupar una posición de bisagra frente al que pudieran representar partidos minoritarios de implantación nacional.

Las barreras existen en muchos países considerados proporcionales puros como Israel, Holanda, Dinamarca, y otros como Suecia o Alemania, aquí con correcciones. Además, nuestro Tribunal Constitucional ha legitimado las barreras electorales, entendiendo que el principio proporcional es un criterio tendencial que puede ser modulado por múltiples factores del sistema electoral (STC 75/1985, 72/1989, 193/1989 y 225/1998) y ha considerado constitucional el sistema canario que establece una barrera del 6%, pero con el temperamento del 30% de los emitidos en cada isla.

La conclusión que me gustaría quedara es que ciertos pactos son difíciles de erradicar en el ámbito político por una cuestión de ambición y porque como decía Maquiavelo la política tiene reglas en las que no siempre entra la ética en la que piensa el ciudadano común, que poco podrá hacer hasta que pasen cuatro años. En cambio, una modificación sensata de las reglas del juego podría hacer que los incentivos de los políticos corrieran más paralelos a los intereses de los ciudadanos, evitando así pactos con formaciones que la experiencia nos ha demostrado con creces no han tenido especial interés en el bien común, entendiendo por común el que comprende a todos los ciudadanos sobre los que rige la Constitución.

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