El pasado día 1 de febrero se
emitió el auto del Tribunal Supremo que resolvía el incidente de nulidad sobre
la sentencia que anuló el nombramiento de Valerio como presidenta del Consejo
de Estado por no ser un jurista de reconocido prestigio. El auto desestima el
recurso del abogado del Estado, centrado en la cuestión de la legitimación de
la Fundación Hay Derecho para impugnar el acuerdo. Terminados los trámites
legales, Valerio abandonará el cargo y en su lugar el gobierno ha designado a
Carmen Calvo. ¿Es este nombramiento más adecuado que el anterior? Analicémoslo,
dando un breve rodeo por las funciones de esta institución.
Conforme al artículo 107 de la
Constitución, “el Consejo de Estado es el supremo órgano consultivo del
Gobierno. Una ley orgánica regulará su composición y competencia”. Y de la
regulación de la Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril resultan como
característicos los rasgos de independencia e imparcialidad, pues, conforme a
su artículo primero, ejerce la función consultiva “con autonomía orgánica y
funcional para garantizar su objetividad e independencia de acuerdo con la
Constitución y las leyes”.
Porque esta es la clave: aunque el Consejo de Estado es un “órgano consultivo del gobierno”, en sí mismo es un órgano del Estado cuya función no es la permanencia de un concreto gobierno en el poder ni el asesoramiento particular del mismo o de sus componentes, sino que tiene como función emitir dictámenes a través de los que expresa una opinión o juicio sobre la conformidad con el ordenamiento jurídico de los asuntos que se someten a su dictamen, aunque también podrá valorar aspectos de oportunidad y conveniencia. Hay una serie de asuntos en los que deberá ser consultado preceptivamente -normalmente con carácter no vinculante- como los anteproyectos de reforma constitucionales o los proyectos de decretos legislativos. Y tiene una característica peculiar: los consejeros permanentes son, junto con el Monarca, los únicos servidores públicos que tienen carácter vitalicio. El caso del Rey tiene sentido y se consagra en la Constitución, pero quizá habría que repensar la conveniencia de mantener consejeros nonagenarios.
En todo caso, su función no es
baladí: la omisión del dictamen del Consejo de Estado puede suponer la nulidad
de los reglamentos pues, aunque con vacilaciones el Supremo ha entendido que a
través del informe preceptivo se ejerce un control preventivo que no es mero
formalismo, sino una garantía preventiva para asegurar el imperio de la ley, cuya
falta es vicio esencial. En todo caso, un dictamen del Consejo de Estado con
tachas, reparos o salvedades siempre es un grave inconveniente que puede
fundamentar recursos posteriores y, además, puede ser utilizado como arma
política del adversario. Por eso, lamentablemente con demasiada frecuencia, se
usa la vía del Real Decreto-Ley o la de la proposición de ley en vez del
proyecto, con el objeto de evitar un informe del Consejo de Estado contrario a
las necesidades, siempre urgentes, del gobierno de turno.
De ahí la exigencia de que esta
institución sea presidida por un jurista
de reconocido prestigio con experiencia en asuntos de Estado: el presidente
debe desarrollar sus funciones con objetividad e independencia, de acuerdo con
la Constitución y las leyes, por lo que es necesario que, primero, tenga
criterio jurídico y, segundo, disponga de un prestigio profesional que no
quiera poner en juego con decisiones viciadas.
Valerio, aunque tenía experiencia
en asuntos de Estado, no era jurista de reconocido prestigio; concepto este que
exige una valoración de la comunidad jurídica que no puede basarse en la simple
ostentación de un título sino que exige una amplia trayectoria profesional
ligada al Derecho y haber realizado tareas que la ponen de manifiesto de una
forma pública y externa, como ya comentamos en este artículo. ¿Lo tiene Calvo? Bueno, es
profesora de Derecho Constitucional y doctora en Derecho (y, como mérito
adicional, en las comisiones que juzgaron ambas cosas estuvo Pérez Royo),
aunque, desgraciadamente, no tiene prácticamente ningún artículo jurídico desde
1997 (o yo no los encuentro en Dialnet y otras webs). También nos ha mostrado
su sutileza y flexibilidad jurídica cuando disertando sobre la amnistía el año
pasado declaraba que “la amnistía está prohibida en la Constitución, y en todas
las democracias, eso significa que un poder el ejecutivo es capaz de levantar y
anular al trabajo de otro poder, el judicial. Ninguna democracia contempla las
amnistías”; y hoy, en un esfuerzo notable de profundización y matización
jurídica declara que “la amnistía y el indulto parcial es lo que está
contemplado en nuestra democracia y en otras" pues "el indulto
generalizado no entra en la Carta Magna de nuestro país”.
Pero,
bueno, admitamos pulpo como animal de compañía y el dinero público como dinero
de nadie. Lo que debemos preguntarnos, en este caso, es si hay principios
éticos y democráticos que, más allá de la norma escrita, hagan inconveniente
que una persona que ha sido vicepresidenta de un gobierno de la misma cuerda
que el actual sea la cabeza de un órgano con funciones constitucionales en
defensa de la legalidad y, muchas veces, en contra de los intereses específicos
de un gobierno determinado. La verdad que ese decoro democrático que lo desaconsejaría
–que es norma, por cierto, en el mundo de las sociedades- no es algo que falte
sólo al gobierno actual, sino que es tradición, pero también es cierto que el prestigio de Rubio Llorente, Cavero,
Romay o incluso Fernández de la Vega es más reconocido
que el de Calvo. Pero, claro, qué vamos a decir en un país en que una
exministra como Delgado ha sido la Fiscal General del Estado y en que Conde
Pumpido, que no hace ascos a mancharse con el polvo del camino, es el
presidente del Tribunal Constitucional. Claro que también es verdad, Calvo dixit, que “el presidente Kennedy
nombró a su hermano fiscal general” (que, en realidad, en EEUU es más bien
ministro). Si no quieres sopa, toma dos tazas.
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