miércoles, 13 de junio de 2012

¿Sacrificios humanos, responsabilidad o regeneración?

Publicado en el Blog ¿Hay Derecho? el 13 de junio de 2012.

Lo que está ocurriendo en estos últimos tiempos en nuestra economía nos está llenando a todos de congoja y preocupación. Quienes no somos muy duchos en la Ciencia Económica estamos, además, confusos y desconcertados porque nos da la impresión de que nos mueven fuerzas que van más allá de la lógica y que los que deberían saber de qué va la cosa no acaban de aclararse. Y a ello se añade que nuestros gobernantes
también parecen desconcertados, dando una imagen de apresuramiento e improvisación (en alguna tertulia radiofónica dicen que Rajoy parece el estudiante empollónque ha sido suspendido y no sabe por qué), y que en la esfera pública se dan una serie de escándalos  (en sentido técnico, acciones que incitan al pecado) que van haciendo crecer en la población un sentimiento de indignación y rabia apenas contenidos.
En tiempos pretéritos, se consideraría que los dioses de la Economía, atrabiliarios y volubles, se habían vuelto contra nosotros y exigirían algunos sacrificios humanos para ser calmados, como aparece en el mismo Antiguo Testamento y por supuesto en multitud de culturas primitivas que, desconcertadas ante fenómenos de la naturaleza que no podían explicar, atribuían a los dioses las causas de sus penurias y pensaban que así podrían aplacarlos.
Desde luego, no parece que esta idea de sacrificio vaya a prevenirnos de desdichas, pues parece probado que a las culturas antiguas no les valió para nada. Pero en el aspecto de expiación de culpas sí puede tener un aspecto benéfico: no calmará a los dioses pero sí al ciudadano contrariado con la mezcla de escándalo y desgracia que nos está atenazando.  Por supuesto, me refiero a que quien la haya hecho, la pague: este es el sacrificio humano que es de recibo hoy en día. Y no me refiero a que “la paguen” mediante responsabilidades penales y civiles (aunque sin duda ello es imprescindible) pues está visto que esto no es suficiente, ya porque estas responsabilidades tardan mucho en llegar, perdiendo así su eficacia de prevención,  ya porque que  la “liquidez” del Derecho actual, de que hablaba Bauman, nos hace sospechar que muchas veces la cosa puede acabar en nada. Lo que quiero decir es que la la ley se revela muchas veces impotente para obtener resultados cuando no hay un tejido de normas sociales que apoya su cumplimiento, del mismo modo que para que funcione la enseñanza no basta meter dinero en las escuelas (les recomiendo al efecto la película “El profesor Lahzar”). Además, y también en este blog lo hemos dicho varias veces, hay muchas cosas que no entran dentro de la letra del Código civil o penal, pero que deberían ser inaceptables. 
Y es que en este país, en este sentido, nunca pasa nada: el presidente del Tribunal Supremo se va de viaje a nuestra costa; el yerno del Rey se forra también a nuestra costa, a Botín le perdonan unas cuentecitas en el extranjero, hay numerosos banqueros que hunden entidades financieras y se van a su casa tan tranquilos (e incluso con el bolsillo bien forrado) y aquí nadie pide perdón ni se le cae la cara de vergüenza, ni dimite, ni se le coloca el sambenito (prenda utilizada originalmente por los penitentes católicos para mostrar público arrepentimiento por sus pecados), ni siquiera es condenado al ostracismo social, o sus hijos se cambian el apellido por la presión escolar, o sus cónyuges les abandonan escandalizados.
Todos sabemos que en otros tiempos no muy lejanos, el incumplimiento del deber llevaba a tremendas consecuencias, no necesariamente legales: los samuráis procedían al suicidio ritual en caso del incumplimiento del bushido o código del honor; mancillar el nombre de un caballero antiguo suponía un duelo a muerte o primera sangre; la dignidad de los honrados comerciantes se veía comprometida si dejaba de de pagar una letra de cambio; no se veía mal por Calderón de la Barca dar muerte a quien comprometía la pureza de nuestras hijas. Y por supuesto, silbar el himno nacional podía producir disturbios públicos.
¿Qué ha pasado aquí, que no hay honor ni vergüenza, ni despecho ni sambenito? Javier Gomá, filósofo y hermano del que suscribe y de otro editor de este blog, mantiene en su libro “Ejemplaridad Pública”interesantes tesis al respecto que ha prometido aplicarnos al caso en un futuro post. En síntesis, sostiene que la lucha durante los últimos tres siglos del hombre occidental por la liberación individual de la opresión -ideológica, social, cultural, económica- ha sido una causa dignísima y se ha conseguido, dado que son pocas hoy los condicionamientos morales a los que está sometido el hombre (por mucho que los artistas quieran siempre trasgredir, ya está todo trasgredido). Pero eso no significa que haya obtenido una verdadera emancipación moral, que es preciso buscar. En lo que a nosotros nos concierne, dice que los políticos tienen dos maneras de influir sobre la sociedad: lo que ellos hacen y lo que ellos son. Lo que ellos hacen son leyes coactivas capaces de transformar la realidad, pero lo que ellos son es a menudo mucho más importante, porque son ejemplos que tienen mucha influencia en nuestra vida, nuestra hacienda y nuestra libertad y se convierten en una fuente de moralidad social. El ejemplo de las personas que ocupan posiciones de poder puede ser extremadamente vertebradora o desvertebradora de la sociedad, y cuando los políticos son ejemplos de un estilo de vida vulgar y no ejemplar, se produce un efecto desmoralizador sobre la sociedad. Lo peor es que los políticos sólo encuentran cómo solución aprobar más y más leyes, es decir, más coacción, con lo cual la falta de ejemplaridad de sus conductas acaba produciendo un exceso de legislación para remediar la corrupción que ellos mismos han generado. Véase aquí una reflexión suya sobre la dicotomía respeto a la ley-vida privada.
Seguramente el fraternal filósofo tendrá a bien desarrollarnos estas ideas y afearme lo mal que las he resumido. Pero de momento yo me pregunto, hasta que venga la nueva moral, ¿qué hacemos? Porque ahora no tenemos ni la nueva ni la antigua: la posmodernidad nos ha llevado a prescindir de las “ataduras” morales  (algunas muy bien eliminadas) que a modo de rienda socializaban al individuo disciplinando la esfera privada. El complejo de culpa ha pasado a mejor vida de manera que si una cosa no está en el Código penal es lícita y, aunque sea antiestética, la sociedad parece mirar hacia otro lado. Porque, seamos sinceros, la tolerancia que tenemos en este país a la defraudación fiscal (“¿con IVA o sin IVA?”), la indolencia (¿es que la gente no viene desayunada de casa?), la informalidad (“certifica, que ya firmaremos el acta”), la impuntualidad (“quedamos de 10 a 10.30”), el poco respeto a los derechos de los demás (“quisiera poner la casa a nombre de mi tía porque es posible que me embarguen”), el daño al patrimonio común (“el graffiti es una expresión artística”), la falta de respeto al descanso de los otros (la fiesta en la calle hasta las 4 de la mañana), la ineficacia (el mítico “vuelva usted mañana”), la picaresca (Pedrosa copia en el examen de Patrón de Yate y sigue siendo un héroe) y tantas otras cosas son el caldo de cultivo donde nacen las corrupciones políticas y, en un proceso de retroalimentación, la actuación de los políticos es la que marca los límites de lo correcto e incorrecto para la ciudadanía.  Y todo ello tiene un denominador común: la anteposición de lo individual y propio a lo ajeno o colectivo, cuando es lo contrario lo que debería ser considerado un valor.
El otro día el torero Julio Aparicio, haciendo gala de “vergüenza torera”, se cortó la coleta después de una faena muy mala. Los toros tienen de por sí algo anacrónico y tampoco sé las interioridades de la anécdota, pero me gustó el hecho. Seguramente no es cuestión de volver al pasado y pedir que nuestros políticos se claven el tânto en la barriga cuando incumplan con su deber, pero lo que es claro es que urge regenerar el código social de lo bueno y de lo malo, como base de un verdadero Estado democrático y de Derecho. Porque no debemos quedarnos solo con las responsabilidades. Ni volver a los sacrificios humanos.

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