Hasta ayer, la presidencia del
Tribunal Constitucional oscilaba entre Balaguer y Conde Pumpido. La primera,
como comentábamos el pasado domingo, es catedrática de Derecho Constitucional,
pero tenía el inconveniente de su declarada visión “constructivista” del derecho
y su ideología abiertamente marxista y centrada en cuestiones de género e
igualdad, lo que unido a ese uso alternativo del Derecho que profesa podría –es
un suponer- hacernos esperar algunas resoluciones memorables, del nivel de
algunos de sus votos particulares. El segundo, Conde Pumpido, es un candidato
con una trayectoria profesional relevante como fiscal, magistrado de la
Audiencia Provincial del País Vasco, magistrado del Tribunal Supremo, Fiscal
General y miembro del Consejo de Estado. No es un Don Nadie jurídico, en
absoluto, y es el que ha resultado elegido.
El problema del elegido es que era el candidato del gobierno, y con eso
está prácticamente dicho todo. Siendo Fiscal General del Estado de la época
de Zapatero compareció en 2006 en el Senado, para explicar unas declaraciones
en torno al alto el fuego de ETA, y dijo que "la Justicia no está para
favorecer procesos políticos, pero tampoco está para obstaculizarlos",
añadiendo su famosa frase de que “el vuelo de las togas de los fiscales no
eludirá el contacto con el polvo del camino”, y que si bien la aproximación del
ministerio público a la realidad social debe ser imparcial, no puede ser ajena
a ella, "sino profundamente comprometida en su transformación". Esto
motivó en su día peticiones de dimisión por parte del PP, que acusaba al fiscal
general de ser el “abogado defensor del gobierno”. Esa predisposición a entrar
a la arena política, unida a una carrera jalonada de buenos puestos judiciales
hace presumir que la conexión entre el gobierno y el presidente del TC no es
una simple conexión ideológica sino un entrelazamiento de intereses políticos y
profesionales que viene de antiguo. Si a eso se le añade la respuesta del actual
presidente del gobierno a un periodista sobre el papel de la Fiscalía –“¿de
quién depende el fiscal?”- y su evidente ansiedad para controlar todos los
órganos constitucionales el problema está servido.
Porque, en realidad, el problema no es que el presidente lo sea
Balaguer o Pumpido, sino que un órgano de control de la constitucionalidad
tenga una conexión directa con aquellos que dictan las normas que han de
ser juzgadas en su constitucionalidad. Es un problema clásico de conflicto de
intereses. Pero -dirán ustedes- si se eligen algunos miembros por el parlamento
siempre tendremos ese problema porque los nombrará un órgano político. Pues no,
porque la cuestión no está en quién los
elija sino en cómo se eligen. Igual
que ocurre con el CGPJ, si los partidos se reparten los miembros de esos
órganos constitucionales por cuotas en función de los escaños que tengan en el
parlamento, elegirán aquellos que ofrezcan más lealtad que competencia jurídica
y convertirán dichos órganos en pequeños parlamentitos
en los que continuar la lucha política que ya tuvieron en el Congreso. Por eso
la sentencia del tribunal Constitucional 108/1986 consideró que la reforma del
LOPJ que permitía el nombramiento de los miembros del CGPJ sólo por el
parlamento sería constitucional si no se repartía por cuotas entre los partidos
(que es precisamente lo que ha ocurrido). Queda así desvirtuada la función de
dichos órganos que tienen una misión de control de la legalidad y de la
constitucionalidad objetivo y no partidista. Y no porque las leyes estén mal
diseñadas, sino porque se retuercen para conseguir una ventaja de poder. No es,
pues, un problema de leyes, sino de valores. Los valores democráticos, que
Tocqueville llamó mores, que son “la
suma de ideas que dan forma a los hábitos mentales”, y en su opinión son
incluso más importantes que las leyes para establecer una democracia viable,
porque éstas son inestables cuando carecen del respaldo de unos hábitos
institucionalizados de conducta. Y esto es lo que ocurre: que no queremos
nombrar a personas sabias, ecuánimes y razonables, sino a aquellos que van a cumplir
nuestras instrucciones.
¿Es esto nuevo? Por supuesto que
no. También el Partido Popular ha estado involucrado en ese reparto por cuotas
y ha permitido que ocurra esa politización de los órganos del Estado. La
diferencia, quizá, es que ahora esa degeneración del sistema es evidente y
manifiesta, no se oculta. Me gusta la frase de La Rochefoucauld de que la hipocresía es el tributo que el
vicio rinde a la virtud: sé que hago mal, pero disimulo porque sé que está
mal. Ahora ya no se disimula, e incluso se justifica con todo tipo de
argumentos, quizá porque ya no se considera vicio o porque no hay vergüenza, no
lo sé.
Porque no, no vale en absoluto el
supuesto argumento de que en una democracia todos los órganos del Estado deben
ser democráticos, y como el Parlamento representa la soberanía del pueblo, el
pueblo ha de elegir todos los cargos constitucionales. Ya Aristóteles dijo hace
casi 25 siglos que donde no son soberanas las leyes, sino el pueblo, allí
surgen los demagogos. Y, recordemos, no
hay democracia sin Estado de Derecho, lo que significa que todos,
ciudadanos, gobernantes y el mismo Estado están sometidos a las mismas leyes
que todos nos hemos dado a través del procedimiento
correspondiente, que es lo que garantiza que se oiga a todos, que se
respeten todos los derechos existentes, que se reflexione sobre las cosas. Y si
alguien no cumple esas leyes, un órgano imparcial las hará cumplir,
independientemente de que el pueblo en un momento determinado opine otra cosa
(¿someteríamos a sufragio universal qué pena hay que ponerle a un político
corrupto?).
Porque si el pueblo quiere otra
cosa, deberá cambiar la norma por el procedimiento correspondiente, que es la
garantía de que sea realmente el pueblo (y no los demagogos) el que dé su
consentimiento informado. Y así hemos de defenderlo todos. Salvo que usted sea un populista, por supuesto.
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