Estas declaraciones han generado
cierto escándalo en medios jurídicos en cuanto aparentemente viene a promover
que el Tribunal Constitucional debe “superar
la ley” o “ir más allá de la ley”, y pone a los pies de los caballos a
aquellos compañeros magistrados “iuspositivistas”, cuya función considera
equivalente a la de un ordenador, y que, en realidad, sólo consideran que el
texto de la ley ha de ser respetado porque el Tribunal Constitucional no está
para “crear derecho” sino para determinar si una norma determinada infringe una
norma superior, la Constitución, expulsándola del ordenamiento jurídico. Por
ello se suele denominar al Tribunal Constitucional es el “legislador negativo”,
porque anula leyes, no las crea.
Seguramente el hecho en sí no
tiene mayor importancia, pues Balaguer, catedrática de Derecho Constitucional,
se ha disculpado en un tuit: “Lamento no
haberme expresado bien, pero corrijo la idea de que haya nada por encima de la
Constitución. La CE es la Norma suprema del ordenamiento. Gracias por hacérmelo
notar”. Pero si no el hecho en sí, merece la pena comentar dos cuestiones
que esas declaraciones ponen de manifiesto.
En primer lugar, resulta
sorprendente por inadecuado que alguien que forma parte de tan alta instancia
se permita difundir sus ideas heterodoxas (aun tras la rectificación) sobre el
Derecho y expresarse de esa manera tan coloquial sobre la función del órgano
del que forma parte. Antes se consideraba una virtud la discreción y la
contención en aquellos que deciden sobre nuestras vidas o haciendas, porque parecía
aconsejable crear una apariencia que induzca a todos a pensar que la decisión que
adopta no es personal, sino institucional. Acuérdense de lo de la mujer del
César y la verdad profunda que encierra. Pero hace tiempo que se perdieron las
formas y el decoro y la expresión del yo se ha convertido en el centro de la
política y el Derecho; hemos de convivir con ello, pero al menos debería quedar la prudencia, aunque solo fuera por no
tener que recibir críticas y disculparse. Por eso, no me parece una situación
equivalente la de la magistrada María Luisa Segoviano que sobre el referéndum
catalán dijo que el tema “es complejo” y “habría que estudiarlo”, pues lo que probablemente
quiso fue evitar pronunciarse para no ser recusada.
Pero hay una segunda cuestión que
se trasluce tras esas declaraciones de la magistrada y que revelan una tendencia
muy peligrosa, subyacente en todos los populismos. Es la de considerar que instituciones como la
judicatura o el propio Constitucional están para buscar la justicia material y que,
como este es un ideal tan importante, cabría prescindir de molestos tecnicismos,
como la letra de la ley, o de engorrosos trámites burocráticos, como el
adecuado proceso para alcanzarla.
Como decía Revel, es preciso
hacer comprender a la gente que la democracia es el régimen en el que no hay
una causa justa (pues cada uno considera justa la suya), sino sólo métodos
justos. Lo esencial en un sistema aconfesional y abierto como el nuestro es respetar los procedimientos que nos
hemos dado para llegar a acuerdos vinculantes –la ley- y que quienes
juzguen sean independientes y respeten esa ley, porque los objetivos políticos,
con algunas excepciones, son todos válidos.
Señalaba hace unos veinticinco
años mi maestro Aragón Reyes que se observaba en la ciencia jurídica, quizá por
influencia norteamericana, una tendencia a sobrevalorar la Constitución e
infravalorar la ley en una búsqueda de la justicia material. Nuestro sistema
jurídico es de derecho escrito y nuestro sistema político es parlamentario y en
ambos las leyes las hace el parlamento y los jueces, no elegidos en elecciones
e independientes, están sometidos a la ley que deben aplicar, aunque deban
interpretarla y completarla, por lo que la jurisprudencia no es fuente del
Derecho. Por eso los jueces no pueden aplicar directamente la Constitución
saltándose la norma positiva, ni pueden inaplicar las normas por
inconstitucionalidad sino que deben usar la vía de la cuestión de
constitucionalidad. Si no fuera así, estaríamos
considerando el ordenamiento como un sistema material de valores y los derechos
no dependerían de la ley sino de instancias superiores. Ello socavaría el
equilibrio de nuestro sistema y deslegitimaría el Parlamento, que es el que
crea la ley. Pero esto que criticaba Aragón hace décadas se convierte hoy en
algo aún más grave si, como se sugiere, es el propio intérprete de la
Constitución al que no le basta ésta para encontrar la justicia material, sino
que ha de ir más allá de ella, construyendo no se sabe muy bien qué. O,
mejor, no queremos saberlo.
Por supuesto, podríamos cambiarlo
todo y escoger un sistema como el anglosajón, en el que la jurisprudencia es la
clave y no hay tribunal constitucional; pero entonces tendríamos que importarlo
íntegramente, con las garantías y controles que dicho sistema impone y no
alentar modificaciones por la puerta de atrás, que bastantes problemas nos está
dando hoy el sistema que tenemos.
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