Siempre, con motivo del 8-M, me
cuestiono qué respondería si una periodista de la televisión me enfocara con la
cámara y el micrófono y me hiciera esa pregunta por la calle. Tarde me doy
cuenta de que el título y la temática ya se le ocurrió a mi admirado amigo Juan
Claudio de Ramón, y que recibió el premio Gistau por ello, pero trataré de
aportar algo.
La respuesta más sencilla a esa pregunta y probablemente la más inteligente sería asentir haciendo votos a favor de la igualdad y en contra de la discriminación y la estructura machista de la sociedad. Con eso me evitaría problemas porque conectaría con la opinión no sé si mayoritaria pero sí la dominante en buena parte de la elite mediática y política, incluso conservadora. Pero quizá me vería mal a mí mismo escabulléndome por la vía fácil, porque hay acepciones de las que discrepo. Tampoco diría que no soy “ni machista ni feminista”, porque no son dos polos en la misma escala. Ni contestaría simplemente “no”, porque entonces, como el género contiene todas sus especies, estaría rechazando acepciones del término que cualquier persona de bien e incluso bien del siglo XXI no puede sino aceptar.
Por ello creo que contestaría con
una pregunta: “¿Qué entiende usted por feminismo?”,
a pesar del riesgo de que la falta de adhesión inquebrantable fuera
considerada machista. Si con la palabra feminismo
nos referimos a la aspiración de que haya una igualdad formal ante las leyes
entre hombres y mujeres, obviamente estoy de acuerdo; si nos referimos a la
aspiración de lograr una igualdad de oportunidades, también, pues son precisas
políticas concretas que remuevan los obstáculos económicos, sociales o incluso
biológicos que impiden que la igualdad entre hombres y mujeres sea real.
Sin duda, esta es una cuestión
compleja y llena de matices, sesgos y principios heredados que uno mismo debe
combatir. Ahora bien, si la justa reivindicación se convierte en ideología y de
la ideología pasa a ser herramienta política, la cosa cambia. Decía Rafael
Sánchez Ferlosio que tiene ideología
(algo cerrado y acabado) quien no es capaz de tener ideas (que serían siempre
susceptibles de cambio). Pero lo cierto es que las ideologías agrupan fuerzas
en la lucha. Por ello, a mediados del siglo XX, la lucha feminista por la
igualdad, ante la resistencia de la sociedad frente al cambio, decide reforzarse
mediante la formación de estructuras ordenadas de pensamiento que expliquen de
una manera fácil y atractiva la distribución de poder e incentiven la lucha; y
lo hace mediante el concepto de género, que considera la división sexual una
construcción social que impone roles y valores, asumidos socialmente de forma
inconsciente, y crea con ello una estructura patriarcal que somete a la mujer.
Lo malo es que los relatos son atractivos pero no siempre ciertos, y
además tienden a la exageración y a justificar los medios necesarios para el
fin pretendido. Pensemos, por ejemplo, en la regulación de la violencia de
género en España que, refrendando ese relato, acepta una tendencia a la violencia
en todos los hombres y discrimina al
varón condenándolo a mayor pena que a la mujer por el mismo hecho delictivo, en
contra de lo que dispone el artículo 14 de la Constitución, por mucho de que
haya sido refrendado por el Tribunal Constitucional (lo que dice más de ese
tribunal que de esa ley). Algo parecido ocurrió, salvando las distancias, con
la lucha obrera, muy justa, pero que acabó que en alguna de sus versiones más
radicales en tremendas violaciones de los derechos individuales. De hecho, la
conexión de la izquierda con el feminismo radical no es casual: tras la caída
del muro de Berlín y ante la pérdida de sentido de la lucha de clases, la
izquierda adopta como bandera la política de las identidades, cambiando sus
tradicionales divisas de igualdad, razón y universalismo por la defensa de las
minorías sin voz; bandera muy respetable y necesaria, pero algo menos cuando
esa defensa lleva a la supresión de la igualdad o de la presunción de
inocencia, a la cancelación, la
sacralización de la autopercepción de esas minorías o la exaltación del sentimiento
como criterio para adjudicar los derechos. Por supuesto, la izquierda tiene la
iniciativa en muchos avances sociales (por eso se la llama progresista), pero a veces no piensa en las consecuencias y causa
más destrozo que el progreso que crea. Por ello decía Cánovas del Castillo que los conservadores son los que nos protegen
de aquellos que tienen prisa por hacernos perfectos. Un adecuado diálogo
entre el progresismo y el conservadurismo –que desde luego no es lo que tenemos
ahora- es lo que hace que las sociedades progresen
adecuadamente.
Y lo malo es que cuando el movimiento se institucionaliza
y llega al poder genera su propia necesidad de expansión y un modo de vida de
muchos de sus representantes que ya no quieren renunciar a él, por lo cual el
movimiento se convierte en herramienta política para mantener el poder (y el
status). Lo cual es muy significativo, porque nos encontrarnos en el momento de
la historia en que esa justa reivindicación de igualdad se ha conseguido en
buena parte. El filósofo francés Finkielkraut considera que –por contraste con
los malos perdedores- el feminismo es un “mal ganador”: aunque las mujeres pueden
disponer de la reproducción a través de la píldora, tener hijos solas con la
tecnología o acceder a todos los empleos y cargos políticos, parecería que aun
“queda mucho por hacer” y “es preciso luchar” mediante una ideología que, en
sus versiones más extremas, denigra al hombre y victimiza a la mujer, convirtiéndola
en un ser desamparado, necesitado de inmensos recursos económicos y legales
para subsistir en este mundo, sin que siquiera cuenten sus preferencias,
consideradas influencia del heteropatriarcado y no albedrío. Es más, en sus
olas más recientes, prescinde de la biología y considera que una persona dotada
de las características naturales propias del varón pueda, por el solo hecho de
su voluntad, convertirse en mujer y así gozar de la condición de víctima,
desautorizando con ello al feminismo clásico que, reconociendo a regañadientes
las diferencias biológicas, se había construido sobre el concepto de género
(Simone de Beauvoir: “no se nace mujer, se llega a serlo”; se nace como “hembra
humana”, pero ser mujer supone superar lo biológico sin anularlo). Remedando a
Marx, parece como si el feminismo llevara en sí mismo el germen de su propia
destrucción.
No obstante, es verdad que queda mucho por hacer, incluso en España.
Pero lo que resta no es destruir la estructura social ni la biología, sino
hacer ajustes que, con ser importantes, no parece que en España superen a otros
problemas sociales, como las diferencias económicas regionales, el problema de
las pensiones o el paro. A mí me gustaría que mis hijas lo tuvieran más fácil
en el trabajo si tienen hijos, que ganen lo mismo que los varones y que no
sufran acoso y me parece que eso exige algunas reformas (guarderías,
equiparaciones salariales, mejoras en los permisos al tener un hijo), pero afortunadamente
no creo que en España hoy esto sea un problema estructural. No sé si eso será
feminismo liberal o directamente machismo, pero creo que tengo derecho a
decirlo.
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