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ublicado en VozPopuli el 6 de julio de 2023
Vijay Jojo Chokal-Ingamsus, de origen indio, quería entrar
en la Facultad de Medicina, pero tenía pocas posibilidades porque era un
estudiante mediocre que se había pasado los dos primeros años de universidad
haciendo -como él mismo decía- un “un grado de
especialización en
Budweiser". Pero tonto no era, porque se dio cuenta de que lo que limitaba
sus opciones no era tanto sus notas como su raza, porque mientras un
afroamericano tenía un 75,5% de posibilidades de ser admitido, un asiático sólo
tenía un 18,81, menos todavía que los blancos. Ello se debía a la llamada
“acción afirmativa”, la discriminación positiva que, con objeto de lograr la
integración de las minorías, las favorecía en cuestiones como el ingreso en las
universidades de élite.
Jojo era de tez oscura, porque sus padres eran
inmigrantes del sur de India pero, lamentablemente para él, no era negro. Además,
aunque su apellido le delataba, su segundo nombre de pila, 'Jojo', sonaba
bastante afroamericano y, encima, había vivido en Nigeria. Así que, ni corto ni
perezoso, decidió raparse el pelo, inscribirse en una organización de
estudiantes negros y alegar en las
entrevistas de acceso que era afroamericano. El caso es que con esa
estratagema fue admitido en la Universidad de Sant Louis y en la de
Pennsylvania. Así lo relata él mismo en un libro titulado, con un cierto recochineo,
Almost Black (casi negro). El caso es
demostrativo de que las políticas de identidad pueden conducir a una especie de
racismo inverso, pues con el objeto
de lograr una mayor integración y justicia se produce un desequilibrio no ya
con la raza predominante –la blanca- sino con otras quizá también dignas de
protección.
Todo ello viene a cuento de dos recientes sentencias del Tribunal
Supremo de Estados Unidos que han
resuelto sobre esta política de acción afirmativa o discriminación positiva
por motivos raciales en el acceso a la universidad. Lo interesante del asunto
es que el Tribunal Supremo se había pronunciado en sentido diferente en otras
sentencias anteriores, cuando el tribunal tenía mayoría progresista. Entonces
resolvió que las universidades no pueden establecer cuotas por raza, pero sí
tomar en cuenta consideraciones raciales junto a otras para favorecer la
diversidad y la igualdad de oportunidades. Ahora el Tribunal Supremo estima que
las universidades son libres de considerar la experiencia personal de un
solicitante -por ejemplo si sufrió racismo- a la hora de valorar su solicitud frente
a otros más calificados, pero no puede decidir principalmente en función de la
raza, porque atenta al principio de igualdad de la Constitución. Y eso tanto en
la Universidad de Carolina del Norte, que es pública, como en Harvard, una
universidad privada. Todo esto ha generado una enorme controversia política en
el país, al punto que el propio presidente Biden ha atacado al Supremo diciendo
que “no es un tribunal normal” y ha repetido compulsivamente la frase “la
discriminación sigue existiendo en Estados Unidos”. En cambio a Trump, claro, le
ha parecido muy bien.
En definitiva, lo que está en tela de juicio son las políticas de
identidad y de discriminación positiva, uno de mis temas favoritos y una de las
cuestiones que polariza y encona sobremanera. Las políticas de identidad son,
para la izquierda, el repuesto a la lucha de clases, una vez que ésta ya no
tiene relevancia al haber desaparecido el proletariado con el sentido que le da
el marxismo. Por supuesto, estas políticas no tienen nada de malo; muy al
contrario, es muy positiva la defensa de grupos minoritarios situados en
inferioridad de condiciones frente a la mayoría, y que sin una labor de impulso
no podrán salir de su situación de discriminación. De hecho, como dice Fukuyama
en El liberalismo y sus desencantados, las políticas de identidad surgieron para
cumplir la promesa del liberalismo, que predicaba una doctrina de igualdad
universal e igual protección de la dignidad humana ante la ley, pero que
fracasó estrepitosamente en su aplicación práctica en las sociedades liberales,
como se pone de manifiesto con la segregación racial en los Estados Unidos
hasta bien entrados los años 60 (y sus consecuencias prácticas hasta hoy), la
falta de voto femenino en buena parte del siglo XX, la historia del movimiento
para ratificar la Enmienda de Igualdad de Derechos (que se refleja tan
vívidamente en la serie Mrs. America)
o la lucha del movimiento homosexual.
Sospecho, además, que muchos
cambios sociales no se producirían si las reivindicaciones no se convierten en
ideologías consistentes –aunque parciales y sesgadas- que unan voluntades a
favor de la lucha y si no exageran en sus peticiones para obtener finalmente algo
menos de lo pretendido. Además, todo el mundo comprende que cualquier política
pública es discriminatoria, porque discrimina:
elige favorecer un determinado sector, zona geográfica o grupo por medio del
presupuesto, y eso significa dejar de hacerlo en otro. El problema es cuando esas políticas no son algo general y coyuntural
sino permanente y, además, ponen en cuestión derechos individuales de ciudadanos
de otros grupos, produciendo agravios comparativos. Como decían los
demandantes, las admisiones universitarias son un juego de suma cero: una
ventaja otorgada a algunos solicitantes, pero no a otros, beneficia
necesariamente al primer grupo a expensas del segundo. Y como señalaba acertadamente el juez Roberts
en una sentencia de 2006, “la mejor forma de parar la discriminación por
motivos de raza es dejar de discriminar por motivos de raza”.
El sistema educativo americano es muy diferente del nuestro en su
coste, en su sistema y en su organización, pero el principio general está ahí
y, de hecho, ya se ha manifestado en España en algunas cuestiones como, por
ejemplo, el diferente tratamiento penal del hombre y la mujer en la violencia
de género, que se considera de una naturaleza tan estructural que justifica la derogación del principio de
igualdad: como somos distintos, leyes distintas. Esta idea es enormemente
peligrosa y disolvente, pues una vez devaluado el principio de igualdad,
cualquier atropello es posible.
Que se lo digan a Jojo, que tuvo que hacerse pasar por negro.
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