Es cierto que entretiene mucho
ver en la tele como hacen sufrir a Montero vetándola en Sumar; o la apuesta a
seis debates porque yo lo valgo; por no mencionar al delegado del gobierno en
Madrid
haciendo méritos en el momento más inoportuno; o el morbo de los pactos
con la ultraderecha sin saber muy bien qué van a pactar. Es lo que ha venido a
llamarse
infoteinment, un neologismo
anglosajón formado por los términos
information
y
entertainment que alude a la
tendencia periodística de mezclar información y espectáculo para captar audiencia.
Podríamos incluso decir más: se ha impuesto la
politainment, en la que lo que importa es llamar la
atención para diferenciarse del rival, atraer su atención, excitar sus pasiones
más bajas y, a la postre, recabar su voto.
Obviamente, en un mundo
enormemente globalizado, complejizado, interdependiente y, en cierto modo,
caótico, las decisiones que un gobierno puede tomar están mediatizadas por
Europa, el mercado global, la inercia del Estado del bienestar y, desde luego, la
opinión pública. Era más fácil
posicionarse cuando el problema era la lucha de clases en un país autárquico que
cuando la cuestión es si la cita previa funciona o si procede aumentar el
ingreso mínimo vital o las pensiones en un mundo globalizado. La cosa no tiene
tanta épica ni emoción, claro, por lo que es necesario inventarse conflictos y
ofensas de todo tipo para tener excitado al personal y conducirlo a donde
interese. O sea, hacer cordones sanitarios, juzgar a la gente por su género o
cualquier otra característica y no por sus actos, decir enormidades como las
del delegado del gobierno en Madrid y, sobre todo, escandalizarse y ofenderse mucho.
El caso es que, mientras
asistimos al infoteinment y al politainment, la vida política real, la
que realmente importa, sigue deteriorándose. Lamentablemente, el deterioro
institucional tiene ya cierto recorrido en España, y está vinculado al
funcionamiento de los partidos, al sistema electoral, al nivel de las élites
políticas, a los sistemas de control democrático y, por supuesto, al
cumplimiento individual de los valores democráticos. Todo conduce a que
funcionen peor los mecanismos políticos y jurídicos que garantizan la
convivencia dividiendo el poder en varios, fijándole límites, exigiéndole
transparencia, eficacia e imparcialidad y obligándole a rendir cuentas. Porque,
igual que los gases naturalmente se expanden y se difunden hasta ocupar todo el
recipiente que los contiene, la tendencia natural del poder es abusar y
expandirse; y si estamos entretenidos ofendiéndonos y rasgándonos las
vestiduras difícilmente apreciaremos abusos más sutiles pero muy relevantes
para nuestra vida.
Pues conviene recordar que ese
deterioro institucional, el de las reglas del juego no es un simple problema
formal, de incumplimiento de ciertos trámites. No, que no funcionen las reglas
que nos hemos dado significa que no haya
imparcialidad, que no gane el mejor, que no haya transparencia ni nadie
responda por lo que hace, que triunfe el amiguismo, el nepotismo y la
corrupción. Y ello ocurre cuando el CGPJ o el TC están politizados, el
Fiscal General del Estado se nombra con criterios partidistas, cuando se quiere
controlar la CNMC o cualquier otra agencia que limite a otros poderes políticos
o económicos o cuando el parlamento no es un lugar de debate sino de
transmisión de instrucciones. Al final lo que ocurre es que las decisiones que
se toman no son las que interesan a todos sino las que convienen a unos pocos, y
eso hace que esos pocos vivan mejor y que el país pierda competitividad y baje
en las listas que miden el desarrollo de las naciones.
Hubo una ventana de oportunidad
cuando el sistema bipartidista, asediado por la crisis económica, se abrió para
dar entrada a otras ideas, algunas de regeneración, que hubieran podido
incentivar un cambio en el sistema. Pero esta ventana de oportunidad se ha
cerrado con un rotundo fracaso, pues no han entrado por ellas aires
regeneradores sino nocivos, que han propiciado la alianza del sistema con
quienes desean la muerte del sistema, con metástasis en todas las
instituciones.
Recientemente, la Fundación Hay
Derecho ha publicado una interesante investigación (el Dedómetro, no deja lugar
a dudas), realizada a 101 máximos responsables de 43 empresas públicas de la
Comunidad Valenciana y de la Comunidad de Madrid (para que haya de todo), de la
que se deduce que el 60 % de los máximos responsables de las empresas públicas
madrileñas y valencianas suspenden en mérito y capacidad y no tienen el nivel
que se les exigiría en las empresas privadas, además de estar expuestos a
niveles de rotación muy altos, vinculados principalmente a los cambios de
gobierno. Ello se debe a que no hay un proceso de selección objetivo,
transparente y con la necesaria concurrencia, a pesar de que los directivos cuentan
con salarios de hasta 220.000 euros anuales y gestionan presupuestos medios de
184 millones de euros en empresas públicas de sectores claves como el
transporte, los medios de comunicación o las finanzas. Y esto es una pequeña
muestra.
Mientras, nosotros rasgándonos
las vestiduras porque tal o cual político ha hecho determinadas declaraciones
insultantes o si el presidente ha cogido el Falcon. Es preciso que seamos capaces
de darnos cuenta de aquello que verdaderamente nos importa y exigírselo a
nuestros políticos. Obviamente, nuestro margen de maniobra es el que es, y no
deja de ser cierto que en las elecciones suele primar la voluntad de echar al
que está que el voto en positivo, pero creo que los políticos también perciben
por dónde van las cosas. Recientemente Feijoo creaba una fundación, Reformismo21,
en la que recogía personalidades de diferentes procedencias, entre ellas
Garicano, y parece que ha puesto entre sus reformas iniciales la del CGPJ, que
permita la elección por los jueces en la forma preferida por la Constitución.
Ese debería ser el camino, aunque luego las inercias centrípetas del sistema
hacen que sea muy difícil recorrerlo. De momento me conformo con que la clase
política comprenda que para mí, y creo que para muchos otros, es importante lo
que se hace y no sólo lo que sale en la tele.
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