miércoles, 7 de noviembre de 2012

La delación, ¿vicio o virtud?

Publicado en el Blog ¿Hay Derecho? el 7 de noviembre de 2012.

Este verano se ha planteado en los periódicos una interesante polémica en relación al valor moral de la delación. Resulta que la Generalidad de Cataluña adoptó una serie de medidas que, en cierto sentido, tenían como denominador común esa idea. Por ejemplo, el Departamento de Educación decidió que los padres pueden tener acceso a datos de otros padres de quienes sospechen haber falseado información familiar para matricular a sus hijos en los mismos centros que los suyos; también se facilitó en la web del Departamento de Interior la posibilidad de aclarar la identidad de los que habían hecho graves destrozos en la calle; finalmente, se creó la posibilidad de denuncia de los casos de lanzamiento de colillas encendidas en la carretera o el aviso de incivismo en los Ferrocarriles a través de una aplicación para móvil. Aquí se puede ver una referencia a esta polémica.

Dejando de lado que resulta curioso que eso haya ocurrido precisamente en Cataluña y en esta época, lo cierto es que la cuestión ha generado una notable polémica. Los hay como Ana María Moix, la escritora catalana, que consideran que esas normas fomentan un vicio moral realmente vergonzante, la denuncia, y recuerda las consecuencias trágicas a las que llevó la denuncia de inocentes en otras épocas, señalando que es a los poderes públicos  a quienes corresponde esa tarea: “Es su trabajo, y cobran por él. Trasladar la responsabilidad y las funciones policiales a la ciudadanía es propio de las dictaduras, de todas las dictaduras habidas y (toquemos madera) por haber”.
Salvador Cardús, en cambio, estima que la invasión progresiva de la Administración pública en nuestras vidas y el exceso de tutela a que nos hemos acostumbrado ha conducido a una progresiva desresponsabilización del ciudadano en los asuntos públicos, que siempre encuentra la excusa adecuada –“siempre se ha hecho así”, “los ricos más”, “es inútil denunciar”- para no plantar cara al incivismo. Si hubiera civismo, no harían falta tanto revisores ni tanta invasión administrativa.
Desde luego, convengo con Cardús en que la sobrelegislación, de la que hemos hablado varias veces en este blog, y, en general, la invasión de muchas parcelas de la vida por el Estado rebaja el valor de la ley, desincentivando su cumplimiento, y nos induce a ver al Estado como un tercero, más bien enemigo, contra el cual no es irracional aliarse en defensa de las parcelas de libertad que nos quedan. Por otro lado, no hay que desdeñar el argumento de que precisamente se pagan unos impuestos elevadísimos para crear unas instituciones bastante celosas de sus competencias cuya responsabilidad es precisamente reprimir el fraude, lo que nos libera en buena parte de nuestra mala conciencia por no denunciar y de las consecuencias negativas que la delación suele conllevar al denunciante, salvo que el delito denunciado sea de los que están de moda y políticamente correctos.
Y lo cierto es que instintivamente el chivato nos repele. Desde niños se nos enseña a despreciar la delación (“acusica, barrabás, al infierno irás”) y de mayores el delator es visto como un sujeto que falta a ciertos deberes de lealtad que nos unen a la persona que delatamos y que se consideran de mayor valor que los deberes de lealtad frente a la norma cuyo incumplimiento se denuncia. Ahora bien, no siempre es así: seguramente veríamos bien delatar al empleado de un amigo al que aquél está robando en su tienda y no vemos igual denunciar al amigo que roba en la tienda donde trabaja. Claro que también  dependerá de lo amigos que seamos y de la cantidad que se robe.
O sea, que la bondad o maldad de la delación depende de aquello que se delate y de la relación con la persona a quien se delata y con la persona ante quien se delata. Por poner algunos ejemplos cinematográficos, lealtad es lo que guardan los marines para ni denunciar el Código Rojo –presión física y mental que le llevó a la muerte- a un compañero débil en Algunos hombres buenos”, que el coronel Nathan Jessup (Jack Nicholson) justifica por una necesidad superior: “Yo desayuno a 300 metros de 4.000 cubanos adiestrados para matarme, así que no crea por un segundo que puede usted venir aquí, mostrar su placa, y ponerme nervioso”. Con lo que quiere decir que aunque encubren un delito, en realidad esa presión es necesaria para salvaguardar la seguridad nacional. Cosa que no ocurre con el colaboracionista nazi de “Monsieur Batignole” (de Gérard Jugnot), cuyas motivaciones son crematísticas. Esta ambivalencia de la delación se advierte en el cineasta Elia Kazan que, avergonzado por haber denunciado a compañeros ante el Comité de Actividades Antiamericanas, dirigió  una magnífica película, “La ley del Silencio”, que ha sido considerada como apología de la delación (no de comunistas, pero sí de criminales).
La familia puede crear unas relaciones de una fuerza superior a las legales que justifiquen la no-delación, como cuenta Michael Sandel en “Justicia” que hizo William Bulger, presidente del Senado estatal y rector de la universidad de Massachussets, que no quiso colaborar con la detención de su hermano, un conocido gangster, y al que, ante preguntas del fiscal, reconoció debía más lealtad que al Estado de Massachussets. Otra lealtad es lo que le pedía en “El padrino II” Michael Corleone a su hermano Fredo en el asunto de Mou Green (Fredo, eres mi hermano mayor y te quiero bien. Pero no vuelvas a ponerte del lado de alguien que vaya contra la familia. Nunca”): lealtad entre delincuentes, frente a otros delincuentes por supervivencia: laomertà o la ley del silencio carcelaria.
Ahora bien, salvo los casos de relaciones familiares, cuando se habla de no delatar a defraudadores fiscales, empleados que no trabajan, padres que mienten para obtener acceso a institutos  o destructores de mobiliario urbano ¿qué lealtad superior protegemos? ¿Estamos en el caso de los marines y el código rojo, en la ley del silencio carcelaria o en un compromiso de la Familia? No, no tenemos deberes de lealtad con ellos y a lo mejor ni les conocemos, pese a lo cual estamos amparando situaciones contrarias a las leyes legítimamente aprobadas y a la debida convivencia, no digo yo que porque estemos de acuerdo –salvo los que lo estén- con esas acciones y seamos solidarios con sus autores, pero sí al menos porque no queremos arriesgarnos a las incomodidades y riesgos que la denuncia supone.
Pero sobre todo porque no hemos asumido la idea cívica de que en el cabal cumplimiento de las leyes estamos involucrados todos (ver esta entrada de Jesús Alfaro sobre la cuestión); porque no somos súbditos que debamos confiar toda nuestra vida a un Leviatán todopoderoso, sino ciudadanos que consideran las normas algo propio. En otros países la palabra delator está privada de sus connotaciones negativas y se usa en cambio el término whistleblower, alguien que advierte (“pita“ o “silba”) cívicamente del incumplimiento de las normas y que debe ser protegido (ver aquí). Y, me comenta un amigo, en otros países, como Alemania, no es visto mal que si alguien te raya el coche y no deja los datos se le tome la matrícula o se denuncie un plagio de tesis doctoral a través de un blog anónimo, como le ha ocurrido recientemente a  la ministra de educación alemana, que ha generado una enorme polémica. En España, hay algunas iniciativas pro denuncia como elPrograma de Clemencia del que nos hablaba Clara Guzmán en este blog.
Vale, comprendo a quienes se ven desanimados a colaborar con un Estado partitocrático en el que las noticias sobre corrupción son diarias y en el que el ejemplo de la clase política no es el mejor; y también con quienes entienden que no se debemos convertirnos en una sociedad de delatores que se acusan unos a los otros, y que la parte importante de la investigación y de la sanción corresponde al Estado. Y también a quienes les cuesta hacerlo (por ejemplo en lo grandes cuerpos de funcionarios) porque se temen que no va a servir para nada.
Pero si queremos evitar que España sea un país inseguro, ineficiente; un país en el que unos pagan muchos impuestos y otros defraudan y en el que se trata injustamente a los trabajadores o se maltrata a las mujeres; un país que es número 31 del mundo en nivel de corrupción (ver aquí), debemos hacer dos cosas: primero, no hacer nada de esto nosotros mismos; segundo, no creer que el cumplimiento o no cumplimiento de las normas es una cuestión de libertad individual del otro que a nosotros no nos compete. La ley no puede llegar a todo ni los poderes públicos tienen la exclusiva de hacer cumplir aquella: la presión social puede hacerse sentir fuertemente sobre los incumplidores, a veces mediante la oportuna denuncia, a veces mediante la desaprobación o el vacío de los asociales o incívicos, máxime cuando ejercen cargos públicos (UPyD acaba de pedir que los imputados no puedan presentarse a las elecciones), o impidiendo que sean personajes públicos quienes realicen actividades antisociales.
Pues, como decía Joan Baez, “si no peleas para acabar con la corrupción y la podredumbre acabarás formando parte de ellas

No hay comentarios:

Publicar un comentario