domingo, 22 de abril de 2012

Poder y dinero en el control de las sociedades cotizadas

Publicado en el Blog ¿Hay Derecho? el 22 de abril de 2012

En varios comentarios a mis recomendaciones pascuales de lectura se instaba a la redacción de un post sobre el poder en las grandes sociedades.

Recogí el guante y pensaba comenzar explayándome un poco más en las consideraciones al efecto de John Kenneth Galbraith en su libro “La economía del fraude inocente”, recomendado en este post, cuando llega a mi poder, a través del colaborador de este blog Juan José González  (al que también interesaba el tema) un artículo de J.M. Gondra, “El control del poder de los directivos de las grandes corporaciones” (RDM 269, 2008) que me proporciona una interesante visión histórica del asunto. Mi tesis, que adelanto, es que en las grandes crisis económicas ha tenido un papel no poco importante la cuestión de la regulación del poder en las grandes sociedades y que, particularmente, en la actual el ingrediente de la remuneración de los directivos ha sido determinante. Los “amos del universo” de “La hoguera de las vanidades” de Wolf, o la “beautiful people”, en la versión hispánica, han sido dignos avisos de estos lodos.
 Veamos. Galbraith considera fraude inocente aquella creencia falsa, en buena manera sugerida por los poderes económicos o políticos que, sin embargo, la mayoría de la gente prefiere aceptar como cierta. Y entiende que uno de los fraudes inocentes más grandes de la economía actual es la ilusión de que en las grandes corporaciones, que son el centro de la economía moderna, el poder lo detentan los accionistas, cuando la realidad es que el poder real se ha trasladado a la dirección, que controla el consejo de administración, constituido por personas que tienen un conocimiento superficial de la empresa, y también las juntas generales, en las que se aprueban, casi por unanimidad, las propuestas de la dirección, ignorándose a la vez sistemáticamente las propuestas discordantes (aunque se proporciona a los accionistas, eso sí, la información sobre la marcha de la empresa y se les reconoce una importancia formal y ritual). Sin embargo, la creencia del poder soberano del accionista persiste, a pesar de todo.
En realidad, el problema de la concentración del poder en la dirección y el nacimiento del socio inversor desinteresado de la gestión es muy antiguo. Nos hace ver Gondra que a todas las crisis económicas ha seguido una fuerte crítica al poder en las grandes sociedades. Así, tras la de 1720 protagonizada por las grandes compañías coloniales, Adam Smith llegó a decir que “los directores de estas compañías, al manejar mucho más dinero ajeno que propio, no cabe esperar que lo vigilen con el mismo ansioso celo con el que los socios de una sociedad privada suelen vigilar el suyo…tienden a pensar que las asistencia a los pequeños detalles desmerece el honor de sus señor”. Tras el hundimiento de la Bolsa de Viena de 1873, nada menos que Rudolf Von Ihering en “En el fin en el derecho”, declara que “la posición del administrador entraña una gran tentación. Incitada la codicia por el manejo permanente de los bienes extraños, se le presenta una ocasión favorable como a ningún otro para apoderarse de los mismos”. Y tras la de 1929, Berle y Means, en un trabajo fundamental sobre esta cuestión, consideran que los grupos que controlan la gran corporación moderna, tienen una concentración de poder “comparable a la concentración de poder religiosos en la iglesia medieval o del poder político en el Estado nacional….con el peligro correspondiente de una oligarquía corporativa asociada con la probabilidad de una era de pillaje corporativo”. Interesante ¿no?.
Lo cierto es que este problema del control de las grandes sociedades es un problema estructural que tiene su origen en la distribución atomizada del capital. El Derecho ha tratado de dar solución a este problema, de muy distinta manera (a veces, no considerándolo problema): desde un sistema de concesión del poder público para la constitución de las sociedades (patológicamente burlado, al parecer), pasando por un sistema de transparencia en las cuentas, la disclosure philosophy, arrojando a los accionistas la responsabilidad de autoprotegerse, hasta la fundamentación teórica del poder de los gerentes.
En efecto, entrado el siglo XX, la empresa en que los socios son comerciantes enterados de la gestión y los administradores unos meros mandatarios amovibles y, por tanto, la junta el órgano soberano, da paso a una economía con procesos económicos más complicados que precisa una mayor profesionalización de los gestores. Ello produjo un desplazamiento cada vez mayor del poder decisorio en la sociedad en favor del órgano administrativo, reduciendo las competencias de la Junta, a través de la limitación del margen de libertad estatutaria. Por la concurrencia de factores políticos y económicos específicos, es en Alemania donde se lleva al extremo esta tendencia que se manifiesta en lo que se denominó “revolución de los directores” (denunciada ya en 1904 por KLEIN) y que culminó, en la ley alemana de 1937, con el llamado “führer prinzip” (que con este nombre ya pueden imaginarse por donde iba). La regulación europea de las sociedades, con diversos matices, se ha visto influida por esa idea y hoy la cuestión del papel de la junta es objeto de estudios doctrinales, al punto de que algunos proponen su supresión.
En los Estados Unidos a partir del siglo XIX se produce una relajación del derecho de sociedades anónimas. Una sentencia de la Corte Suprema (Paul v. State of Virginia) prohíbe que un Estado obstaculice las actividades interestatales, y eso hace que se produzca una carrera desreguladora, race for the laxity, que acabó con el triunfo de la legislación de Delaware, de una gran tolerancia. La desaparición del rígido marco legal anterior hizo, en opinión de los mencionados Berle y Means, que el poder basculara completamente del lado del grupo de control que arroja en manos de los consejos de directores un poder extremadamente amplio.
La obra de Berle y Jeans no tuvo el reconocimiento que posteriormente se le dio y a partir de los años 70 resurge una nueva teoría económica de la empresa (Jensen, Meckling, Fama) que considera que es la eficiencia de los mercados –del mercado de la labor gerencial, de capitales y de control, no las fuerzas intraorganizativas, las que disciplinan el comportamiento de la gerencia, seguida en el mundo jurídico por (Easterbrook y Fischel). El modelo desregulador norteamericano triunfa en las décadas posterioresporque se considera más adaptado a la globalización. Pero en 2001 se produce el primer tropiezo importante, el caso Enron, que empieza a generar a una creciente desconfianza en la autorregulación e impulsa una reflexión sobre qué había fallado: los consejeros independientes no funcionaron como debían; el sistema de auditoria falló en la prueba del conflicto de interés; y el sistema de stock options no sirvió para conjugar los intereses de los directivos con los de los socios.
Me interesa insistir un poco en esta última cuestión. Para Galbraith, al que vuelvo para terminar, es muy grave el hecho, indudablemente relacionado con la cuestión del poder, de que las remuneraciones de la dirección son en la práctica aprobados por la misma dirección, por lo que no resulta “sorprendente que estas puedan llegar a ser especialmente generosas”, incluso en periodos de clara caída del mercado de valores, o incluso de quiebra (recordando el caso de Enron, pues recuerden que Galbraith escribe en 2004, antes de esta crisis), aunque la creencia sigue siendo la de que las remuneraciones las fijan las juntas. Para él, un hecho fundamental del siglo XXI es el de la existencia de un sistema corporativo basado en un poder ilimitado para el enriquecimiento con retribuciones exageradas incluso en caso de disminución de las ventas, lo que no es sorprendente cuando los favorecidos tienen las posibilidad de fijar su propia retribución, “un fraude no del todo inocente”.
No es este un hecho desconocido, desde luego. Y no hay que descartar que pueda haber constituido una de las claves de la crisis actual: la conexión de la remuneración de los directivos con los beneficios a corto plazo de las sociedades hizo que éstos se olvidaran del medio y del largo, favoreciendo burbujas que aumentaban sus ingresos personales, pero poniendo en peligro el futuro de la empresa. Hace algunos años, en un artículo de temática algo más amplia señalaba que era enormemente revelador observar los gráficos que mostraba la prensa: en los años 40, los sueldos medio de los ejecutivos era 56 veces el medio de los trabajadores y a partir de los años 90 empieza a crecer exponencialmente hasta representar el doble (y pasa de 100 a 700 veces en los sueldos más altos). Pueden ver la proporción en el gráfico adjunto y todavía mejor en el este link del New York Times (hay que clicar sobre él para verlo más grande).

Todo ello ha de hacernos reflexionar -una vez más- sobre cuál ha de ser el papel del Derecho en esta cuestión. Creo que no hay una solución mágica pero que la regulación y supervisión son indispensable si no queremos, como bien dice Gondra, que del “capitalismo de propietarios” pasemos a un “capitalismo gerencial” y de éste a un “capitalismo de casino”. Son necesarias normas, pero no en cantidad, que ya tenemos suficientes, sino normas eficientes que pongan el dedo en la llaga. Y, eso sí, ya no se puede tolerar la “inocencia” del fraude, pues el descuido y el desinterés generan monstruos. Y no solo en la economía: piensen si todo esto no es aplicable a la política.

No hay comentarios:

Publicar un comentario