Nos enteramos que, a menos de un mes de las elecciones pseudoplebiscitarias catalanas, el PP se descuelga con una propuesta que pretende incluir en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional una serie de normas destinadas a posibilitar la inhabilitación y la imposición de multas a quienes incumplan las resoluciones de dicho Tribunal.
Si pudiéramos acercarnos al problema que se nos plantea en Cataluña sin demasiada pasión, podríamos hacer como el famoso jurista italiano Norberto Bobbio cuando decía que frente a toda norma jurídica podemos plantearnos un triple orden de problemas: si la norma es justa o injusta (lo que corresponde a la Filosofía del Derecho), si la norma es válida o inválida (lo que corresponde a la Ciencia Jurídica) y si la norma es eficaz o no lo es (lo que correspondería a la Sociología del Derecho). Intentémoslo.
Desde el punto de vista de la Ciencia del Derecho, no hace falta ser un especialista en Derecho Constitucional para apercibirse de que algo falla en esta propuesta. No sólo porque ya exista el famoso artículo 155 de la Constitución, que autoriza al Estado a adoptar las "medidas necesarias" si una Comunidad Autónoma no cumpliera la Constitución o las leyes; o porque nuestro Código Penal ya establezca en su art. 410 multa e inhabilitación para las autoridades o funcionarios públicos que se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la autoridad superior, o porque el Título XXI hable de los delitos contra la Constitución –incluyendo su derogación o modificación total o parcial–, o el XXII se refiera al orden público incluyendo al delito de sedición (quienes se alcen para impedir el cumplimiento de las leyes); no, no es sólo que esas cuestiones, con un mínimo de sentido común, puedan subsumirse en tipos ya existentes, sino que además se violenta la esencia del Tribunal Constitucional, que no es la de un tribunal inserto en la Administración de Justicia, sino la un órgano constitucional, el llamado legislador negativo, destinado a velar por el ajuste a la Constitución de leyes y resoluciones judiciales, pero no a la ejecución de sentencias ni a sancionar su incumplimiento.
Pero, con ser el análisis desde la Ciencia del Derecho poco halagüeño, no lo es mucho más el que nos depara el de la Filosofía del Derecho, destinado a examinar su justicia. Porque, siendo una de las características de la ley su generalidad (sí no formalmente, si en su espíritu), no cabe duda de que una iniciativa como ésta adolece de un vicio de legitimidad derivado de la evidente condición oportunista de estar pensada para un caso muy concreto, lo que quizá podría facilitar su impugnación… ante el propio Tribunal Constitucional, que, en su sentencia 166/86 (Rumasa), establece como límites constitucionales de las leyes singulares el principio de igualdad, la división de poderes y la reserva de generalidad en las leyes que impiden o condicionan el ejercicio de derechos fundamentales. Tendría gracia.
Con todo, quizá es el análisis desde la Sociología del Derecho el que más me incita a la crítica. Suelo decir que el Derecho, más que una ciencia, es un arte (ars boni et aequi), que consiste en saber producir modificaciones en la realidad mediante el establecimiento de reglas. Y si queremos cambiar las cosas con eficacia ha de exigirse habilidad, oportunidad, decisión y legitimidad. Con todo el tiempo que llevamos procrastinando con el asunto autonómico, admitiendo abusos e incumplimientos por razones de política a corto plazo, ¿alguien se cree que a un señor que pretende independizarse le va a asustar una multita o la inhabilitación de un cargo del que quiere cesar para pasar a ser presidente de un Estado? Es más, ¿no supone el uso torpe y torticero del Derecho un refuerzo de la posición de los incumplidores? Quienes quieren defender el Estado de Derecho deben comprender que, al menos en este punto, la diferencia no está sólo en los fines sino, sobre todo, en los medios, que se deberían haber usado antes y mejor, y con la máxima legalidad y legitimidad. Veremos si se usan así los que aún quedan.
Si pudiéramos acercarnos al problema que se nos plantea en Cataluña sin demasiada pasión, podríamos hacer como el famoso jurista italiano Norberto Bobbio cuando decía que frente a toda norma jurídica podemos plantearnos un triple orden de problemas: si la norma es justa o injusta (lo que corresponde a la Filosofía del Derecho), si la norma es válida o inválida (lo que corresponde a la Ciencia Jurídica) y si la norma es eficaz o no lo es (lo que correspondería a la Sociología del Derecho). Intentémoslo.
Desde el punto de vista de la Ciencia del Derecho, no hace falta ser un especialista en Derecho Constitucional para apercibirse de que algo falla en esta propuesta. No sólo porque ya exista el famoso artículo 155 de la Constitución, que autoriza al Estado a adoptar las "medidas necesarias" si una Comunidad Autónoma no cumpliera la Constitución o las leyes; o porque nuestro Código Penal ya establezca en su art. 410 multa e inhabilitación para las autoridades o funcionarios públicos que se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la autoridad superior, o porque el Título XXI hable de los delitos contra la Constitución –incluyendo su derogación o modificación total o parcial–, o el XXII se refiera al orden público incluyendo al delito de sedición (quienes se alcen para impedir el cumplimiento de las leyes); no, no es sólo que esas cuestiones, con un mínimo de sentido común, puedan subsumirse en tipos ya existentes, sino que además se violenta la esencia del Tribunal Constitucional, que no es la de un tribunal inserto en la Administración de Justicia, sino la un órgano constitucional, el llamado legislador negativo, destinado a velar por el ajuste a la Constitución de leyes y resoluciones judiciales, pero no a la ejecución de sentencias ni a sancionar su incumplimiento.
Pero, con ser el análisis desde la Ciencia del Derecho poco halagüeño, no lo es mucho más el que nos depara el de la Filosofía del Derecho, destinado a examinar su justicia. Porque, siendo una de las características de la ley su generalidad (sí no formalmente, si en su espíritu), no cabe duda de que una iniciativa como ésta adolece de un vicio de legitimidad derivado de la evidente condición oportunista de estar pensada para un caso muy concreto, lo que quizá podría facilitar su impugnación… ante el propio Tribunal Constitucional, que, en su sentencia 166/86 (Rumasa), establece como límites constitucionales de las leyes singulares el principio de igualdad, la división de poderes y la reserva de generalidad en las leyes que impiden o condicionan el ejercicio de derechos fundamentales. Tendría gracia.
Con todo, quizá es el análisis desde la Sociología del Derecho el que más me incita a la crítica. Suelo decir que el Derecho, más que una ciencia, es un arte (ars boni et aequi), que consiste en saber producir modificaciones en la realidad mediante el establecimiento de reglas. Y si queremos cambiar las cosas con eficacia ha de exigirse habilidad, oportunidad, decisión y legitimidad. Con todo el tiempo que llevamos procrastinando con el asunto autonómico, admitiendo abusos e incumplimientos por razones de política a corto plazo, ¿alguien se cree que a un señor que pretende independizarse le va a asustar una multita o la inhabilitación de un cargo del que quiere cesar para pasar a ser presidente de un Estado? Es más, ¿no supone el uso torpe y torticero del Derecho un refuerzo de la posición de los incumplidores? Quienes quieren defender el Estado de Derecho deben comprender que, al menos en este punto, la diferencia no está sólo en los fines sino, sobre todo, en los medios, que se deberían haber usado antes y mejor, y con la máxima legalidad y legitimidad. Veremos si se usan así los que aún quedan.
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